La prolongada crisis
económica del periodo 2008-2013, con su secuela de recesión, de destrucción de
empleos, de reducción de las
prestaciones sociales y de envilecimiento de las condiciones laborales no ha
dejado de influir a las ciudades. Cuanto más prolongada es una crisis mayor es
su incidencia sobre el tejido urbano..
”La ciudad,
imaginada desde siempre como un espacio de integración social y cultural, se ha
convertido, en las últimas décadas del siglo XX, en una potente máquina de
suspensión de derechos de los individuos y de la colectividad. Esta política…
ha requerido una ideología y una retórica: la ideología del mercado y la
retórica de la seguridad” (Bernardo
Secchi, La ciudad de los ricos y la ciudad de los pobres”, Los Libros de la
Catarata, 2015).
Desde tiempos remotos el miedo a los
pobres y el deseo de distinción de los
poderosos llevó a establecer barreras, más o menos visibles, dentro de las
ciudades. De América llegaron a Europa las “gated communities”, las ciudades
cerradas. Fuera de tales enclaves están los barrios marginados, que acumulan problemas allí donde el
desempleo es masivo y el urbanismo inhumano.
Manuel Valls,
primer ministro de Francia, ha hablado recientemente de la relegación en la periferia urbana y en
los guetos de la miseria social, a la
que se suman las discriminaciones cotidianas adicionales. La fractura urbana
consolida compartimentos estancos, sin las
necesarias “zonas grises” que aseguran
el carácter mixto de la ciudad como espacio de convivencia y de encuentro con
el otro (Rafael Jorba, “La ciudad cercana”, La Vanguardia, 7.3.2015).
La “ciudad
difusa” es una creación de la segunda mitad del siglo veinte y responde
plenamente al modelo económico neoliberal. El “nuevo urbanismo”, el de
referencia, nació en Estados Unidos en los años ochenta, cargado de criterios
populistas válidos para las clases medias altas. Tales ciudades aisladas
cumplen los requisitos de seguridad y de calidad medioambiental. El creciente
desmantelamiento del estado bienestar
conduce a una ciudad dispersa, esto es, a una ciudad individualizada.
El urbanismo
europeo se ha visto invadido por las aportaciones procedentes de Estados
Unidos y América Latina, con su secuela de dispersión y de individualismo. En
la ciudad difusa, esta se disuelve en
una zona urbanizada, sin formas y sin límites. Los agentes involucrados, como promotores
inmobiliarios, grupos profesionales y bancos, han asumido y desarrollado tales
ideas. Pero sobre todo la asumen los
políticos locales que, junto con los promotores, hacen la nueva ciudad, con
escasa o negativa aportación cualitativa
de las administraciones publicas de
ámbito superior en el caso de España.
Un ejemplo destaca
al noroeste de la periferia de Madrid. Entre
las cuatro ciudades de Pozuelo, Majadahonda, Las Rozas y Boadilla, que suman
300.000 habitantes, “se ha implantado
un modelo anglosajón por impulso de los
promotores. Ellos han diseñado estas ciudades. A su alrededor han crecido
centros comerciales que no favorecen la vida colectiva. El urbanismo ha sido la
clave. El que va a vivir ahí tiene una infraestructura privada y vive del
coche. La vida asociativa es escasa, pero no falta un coro rociero. En los
límites de Pozuelo está la entrada de La Finca, un lugar exclusivo para 70
vecinos. Dentro hay solo un camino adoquinado
bordeado de plantas y árboles. Es un homenaje al individualismo” (Luis
Gómez, El paraíso terrenal del PP, El
País, 8.3.2015).
A este urbanismo
hay que oponer y enfrentar un modelo que
recupere la ciudad como lugar de encuentro. La nueva ciudad difusa no refleja
precisamente valores democráticos. Se construye de manera constante, al margen
de las previsiones demográficas y de la evolución de los precios de la
vivienda. Los políticos locales
encuentran el ideal en la promoción y en la urbanización indefinida. Las
empresas de cierta dimensión, sobre todo
las industriales, deben de irse lejos y
no perturbar el continuo ambiente urbano.
La política de aumento de los equipamientos públicos, de
recuperación de los barrios deprimidos,
de desarrollo de parques de viviendas de alquiler social, puede suponer
una alternativa y un impulso a la
economía, vía recuperación de la
demanda. Dicha inversión pública no
solo favorece el crecimiento, sino que
puede contribuir a redemocratizar la ciudad. En 1937 el presidente Roosevelt consideró las ciudades como un gran
recurso para la recuperación de la
economía, llegando a propugnar un gran plan de equipamientos públicos.
Por otra parte, no deberían perderse las economías de la
distribución que existen en España. ”La competencia por el espacio y la
inversión condena a la expulsión de los pequeños negocios. La economía de
distribución se pierde cuando la gran
banca, que emplea su liquidez para especular,
captura el 70% del consumo” (Sassia Sasken, Entrevista, Alternativas Económicas,
nº 23, Marzo 2015). La empresa no debe de
aislarse de la ciudad,
Una versión de este articulo se publicó en la revista semanal "El Siglo de Europa" de 16 de marzo de 2015