Pues bien, en España (y no sólo en España, en toda la Europa absolutista) hay una larga tradición de concebir los empleos públicos como, en el mejor de los casos, sinecuras, y, muy frecuentemente, algo parecido a las satrapías. No hay prueba más clara de esto que la acendrada práctica de la “venta de oficios” en
Esta práctica consistía en que
Estos empleos tenían, por tanto, sinecuras y satrapías. Por ser comprado el cargo, el designio del titular sería enriquecerse con él; pero como, por otra parte,
La política de cargos podría parecer suicida, puesto lo que el Estado ingresaba con el precio en el momento de la venta, lo perdía gradualmente al pagar un sueldo por no hacer nada; e incluso es natural suponer que el empleo fuera doblemente oneroso para el Estado por lo que el funcionario pudiera detraer de un modo u otro para resarcirse del desembolso inicial. Pero había en ella un lógica perversa, porque esos sueldos no sólo eran exiguos sino que casi siempre se pagaban a costa de los erarios municipales, mientras que el pago inicial se recibía en
Esta práctica aberrante desapareció definitivamente con el reformismo borbónico. Pero, como dije, hay muchos indicios de que la idea subyacente persistió, en España y no sólo en ella. Es, por ejemplo, tradicional que en Estados Unidos muchas embajadas vayan a parar a los más generosos contribuyentes a la campaña presidencial del partido ganador en las elecciones; lo cual explica las meteduras de pata, a menudo muy graves, de algunos embajadores. A la memoria viene la embajadora en Irak que en 1991 dio a entender a Sadam que Estados Unidos no se opondría a la invasión de Kuwait.
En España hoy, es práctica rara que a un alto funcionario de nombramiento político se le nombre por su competencia, más bien los criterios básicos son los compromisos y equilibrios políticos, y también las presiones y recomendaciones del candidato y sus amigos. La conveniencia de los gobernados, que depende en primer lugar de la idoneidad del nombrado, es la última de las consideraciones. La presente obsesión por la paridad sexual (o, de género según la impropia moda anglosajona al uso) en los cargos políticos traiciona palmariamente la misma idea. El cargo es una sinecura que a quienes conviene en primer lugar es quien lo desempeña: por eso se ve como una injusticia que predomine en lo cargos un sexo u otro. Pero, ¿qué mas le da al ciudadano el sexo de los altos cargos? Incluso si no le es totalmente indiferente, el sexo es mucho menos importante que la competencia y la honradez en el desempeño; en esto, por desgracia, se hace muy poco hincapié. Y, además, en nombre de esa pretendida igualdad, la libertad del elector se ve recortada. Si ya las listas cerradas y bloqueadas (que en 1977 se nos dijo que eran transitorias) son un atentado a la libertad de elegir, la cremallera electoral es un trágala más, tanto para las electoras como para los electores. Y una prueba más de que nuestros gobernantes consideran los cargos públicos como sinecuras, si no satrapías.
A algunos miembros de la élite en el poder podrá parecerles que estas disposiciones de la recién aprobada Ley de Igualdad son el camino hacia un sueño; para la sufrida mayoría, la dimensión política de esta Ley es otra vuelta de tuerca a la agobiante imposición de lo “políticamente correcto”; un paso más hacia la minoría de edad política del común de los ciudadanos, que quizás en mas de una ocasión estarían dispuestos a pagar, como en
*Publicado el 11 de Abril en El País, el autor es catedrático de Historia Económica de
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