06 julio 2010

Zapatero ya tiene su reforma laboral



José María Zufiaur

Durante seis años Zapatero ha dado la impresión de que quería que una de las señas de identidad de su paso por la Presidencia del Gobierno fuera la de diferenciarse de sus predecesores González y Aznar Él no iba a imponer ninguna reforma laboral sin el consenso de los interlocutores sociales y, por tanto, tampoco a él le iban a declarar los sindicatos una huelga general. Al final ha entrado a formar parte del mismo club. Ahora sí que se puede decir que Zapatero no está sólo. Le arropan quienes en el PSOE hicieron las anteriores reformas laborales y recibe los parabienes de Obama, del Fondo Monetario Internacional, del Consejo Europeo. De tal manera que, muy acorde con su tendencia a ser el campeón mundial de lo que emprenda, parece decidido a llegar más allá que nadie en la reforma laboral, en la de la negociación colectiva, en la del desempleo y en la de las pensiones.

Esta reforma, aprobada ya por Real Decreto Ley, tendrá, más allá de sus contenidos concretos (que seguramente acentuarán su carácter regresivo en el trámite del decreto como proyecto de Ley), cinco características comunes con las anteriores que se han venido sucediendo desde 1984. Tampoco en esto Zapatero se va a diferenciar de sus predecesores.

La primera, que los ultraliberales la van a considerar insuficiente. Los demandantes de la “verdadera reforma laboral” en España no van a cejar en su empeño. Nunca van a estar satisfechos con nada que no sea el despido cuasi gratis y sin justificación, la reducción del derecho laboral a su mínima expresión y la individualización de las relaciones laborales. Se mostrarán insatisfechos con esta reforma – aunque sean sus inspiradores – e insistirán en que no hay que llegar a una próxima crisis para volver a la carga. No ha hecho falta esperar mucho para comprobarlo: el Gobernador del Banco de España, tras haberse erigido durante meses en el adalid de los trabajadores temporales y de haber justificado la reforma en la necesidad de acabar con la dualidad de nuestro mercado laboral, critica ahora la más mínima modificación de la actual regulación de los contratos temporales. No le preocupa, pese a los cuatro millones seiscientos mil parados, abaratar y facilitar el despido pero descalifica con dureza que se establezca un plazo de cuatro años para los contratos de obra o servicio y se amplíe - ¡a lo largo de cinco años! – de 8 a 12 días la indemnización de los temporales.

Como en otras ocasiones, esta reforma se va a añadir y a superponer a las anteriores y no va a arreglar los defectos que las mismas tenían. Ni, por supuesto, va a arreglar los males que arrastra nuestro modelo laboral. No hay más que ver cómo tras las sucesivas reformas, recortes y abaratamientos, en cada crisis son más graves nuestros problemas. Una vez más, lo que conseguirá es abaratar y facilitar más el despido y precarizar más las relaciones de trabajo.

Tampoco espero, por lo tanto, que esta reforma colme los objetivos que proclama. El resultado de todas las grandes reformas anteriores – en 1984, en 1994, en 2002 – fue totalmente distinto al que expresaban sus exposiciones de motivos. La de 1984, fundamentada en el demoledor principio de que “es mejor un empleo precario que ninguno” pretendía ser coyuntural y, sin embargo, la precariedad laboral se ha convertido en un cáncer estructural. La del 94, inspirada en un modelo italiano que ya había periclitado en Italia diez años antes, quería debilitar la ley para fortalecer la negociación colectiva y someter la temporalidad al principio de causalidad. Pero la ley se debilitó sin apenas fortalecer la negociación colectiva y la temporalidad siguió campando por encima del 30%. El Decretazo de Aznar, en 2002, decía buscar una modernización del mercado de trabajo, evitar la segmentación laboral y reducir la temporalidad. Auque, en realidad, lo que consiguió fue propiciar los despidos improcedentes y lograr (mediante el llamado “despido exprés”, facilitado por la eliminación de los salarios de tramitación) que el volumen de despidos de los trabajadores fijos se acercara al de las finalizaciones de contrato de los eventuales. No sólo los trabajadores españoles son más precarios que antes y el desempleo, en momentos de crisis, crece más que en ningún lado. Además, y a título de ejemplo, el 11% de los trabajadores españoles (tres puntos más que la media europea) tienen ingresos por debajo del umbral de pobreza y el 60% no llega a ser “mileurista”; el nuestro, es uno de los países europeos en los que más ha aumentado la jornada real de trabajo; y la temporalidad entre los jóvenes menores de 30 años ha alcanzado porcentajes del 53% antes del inicio de la crisis y la tasa de paro de este colectivo alcanza actualmente el 40%.

En cuarto lugar, todas las reformas, incluida la actual, tienen en común que responden más a la exigencia de un apriorismo ideológico que al resultado de un análisis reposado, documentado, contrastado y compartido de la realidad de nuestro mercado laboral. Sobre todo, son fruto de esquemas teóricos que, contra lo que mantienen sus autores, desconocen y son ajenos a la realidad de nuestro mercado de trabajo. Se parte de premisas apriorísticas que son, cuando menos, muy discutibles. A título de ejemplo, la idea de que España ha mantenido durante los años de expansión una mayor tasa de paro, como consecuencia del modelo laboral. No se repara en otras causas, como la fuerte incorporación de personas a nuestra población activa, muy superior a la de cualquiera de los países de nuestro entorno. O la afirmación de que nuestro mercado de trabajo es muy rígido, cuando el último informe sobre el Empleo en Europa, de 2009, señala que somos los primeros en tasas de contratación, los terceros en tasa de despidos y los segundos en tasa de rotación del empleo. En la misma línea se enmarca la idea de que las empresas están absolutamente encorsetadas y condicionadas por los ámbitos de negociación superiores a los de la empresa. Cuando, en realidad, en muchos sectores no existe convenio estatal y los contenidos de los convenios supraempresariales son absolutamente exiguos (una tabla de salarios mínimos muy alejados de los que pagan las empresas, delimitación de la jornada máxima anual y un corto repertorio de cuestiones que, por genéricas, no condicionan apenas la gestión empresarial).

En fin, el problema de todas las reformas laborales, sobre todo de las impuestas, ha sido que, obsesionados por el coste monetario del despido, desvían la atención de las cuestiones reales que lastran nuestra productividad: la insuficiente formación de nuestros trabajadores; la escasa capitalización de nuestras empresas; la deficiente modernización en los procesos productivos; la falta de una política de innovación, sobre todo en el sector privado; la ausencia de política industrial; la inflación de precios en el sector de servicios, inflación que también hay que achacar a los incomparables márgenes de beneficios de nuestras empresas; el raquitismo de nuestras políticas activas de empleo; el propio carácter precario, mal retribuido, segmentado de nuestro modelo laboral. Y, especialmente, la creencia de que se puede separar radicalmente el modelo laboral del modelo productivo y del modelo social. Si los países escandinavos tienen un modelo productivo más competitivo y un modelo social más cohesionado es porque la presencia de sindicatos realmente fuertes conllevó desde el inicio la apuesta por un modelo laboral más estable, igualitario y con poder en la empresa y en la sociedad. La práctica inmutabilidad de ese modelo laboral facilitó una poderosa negociación cooperativa entre empresas y trabajadores y un gran esfuerzo de ambas partes para conseguir un alto grado de competitividad. Una vez más, la mayor equivocación de esta reforma laboral va a consistir en creer que es posible desarrollar una economía sostenible, competitiva y de primera división con un modelo laboral cada vez más precario y tercermundista. Considerar que el modelo laboral y el modelo productivo no se interrelacionan mutuamente es un grave y oneroso error que nos persigue a lo largo de muchas décadas.

Tres son, de momento, los grandes apartados de la reforma que se acaba de aprobar: 1) rebaja drásticamente el precio del despido, en sus distintas formulaciones; 2) modifica de manera muy significativa las causas para los despidos objetivos por causas económicas, tecnológicas, organizativas o de producción; 3) se permite la entrada de las Empresas de trabajo temporal (ETT) en sectores sensibles y de riesgo, como la construcción y las Administraciones públicas y se liberalizan las agencias privadas de colocación.

El despido/los despidos, se abaratan. El coste para las empresas de las distintas modalidades de despido de los contratos fijos se reducirá en 8 días. Esa rebaja la pagará el Fondo de Garantía Salarial. Nominalmente los trabajadores seguirán cobrando las mismas indemnizaciones que antes. Pero, al generalizarse los contratos de fomento de la contratación indefinida, todos los nuevos contratados percibirán en el futuro una indemnización por despido improcedente muy inferior a la actual.

Los improcedentes de 45 días por año y un tope de 42 mensualidades – que con la generalización de los improcedentes con un coste de 25 días se irán amortizando con el tiempo o, simplemente, en la siguiente reforma se eliminarán – costarán 8 días menos. Los contratos de fomento de la contratación indefinida, de 33 días de indemnización, costarán 25 días, con un tope de 24 mensualidades. El “despido exprés” – es decir, la aceptación por el empresario de la improcedencia del despido y el adelanto del montante de la indemnización, evitando los salarios de tramitación y convirtiendo en superflua la intervención judicial – se mantiene. Los despidos objetivos del art. 52 c del Estatuto de los Trabajadores pasarán a costarle al empresario 12 días por año. También en los despidos colectivos se reduce la indemnización de 20 a 12 días. Conclusiones: el abaratamiento del despido para las empresas favorecerá que haya más despidos; y aunque, formalmente, el trabajador seguirá cobrando 45, 33 o 20 días, al menos para un 40% del mercado de trabajo la indemnización por despido será en el futuro mucho menor.

Además, se modifican las causas del despido, recogidas en el art. 51 del ET, para todos los trabajadores, tanto antiguos como nuevos. No se llega a establecer, como demandan algunos, que “las causas de la extinción del contrato por causas objetivas sean las que determine el empresario”. Pero se avanza en esa vía. En las causas económicas a la “situación negativa” se añade la doctrina de la “mínima razonabilidad”. Lo que, probablemente, reducirá el margen de interpretación de los jueces para impedir que tengan en consideración situaciones continuadas de pérdidas, volumen de los despidos, etc. Este mismo principio de la “mínima razonabilidad” se aplica en los supuestos de despidos objetivos por causas tecnológicas, organizativas o de producción. Aunque los medios de comunicación no se han centrado en ello, las modificaciones en este tipo de despidos – ya no se van a vincular estos supuestos a la situación económica negativa de las empresas y bastará con que se produzcan en esos conceptos simplemente “cambios” muy indeterminados - pueden tener consecuencias más devastadoras que en el caso de los despidos por causas económicas.

En este apartado – en realidad adelantando aspectos muy vinculados con la reforma de la negociación colectiva que se reclama – hay que señalar la posibilidad añadida de que, por acuerdo a nivel de empresa, se pueda producir el descuelgue del convenio de ámbito superior. En la reforma del 94 se estableció que fuera el convenio sectorial el que estableciera los requisitos para un descuelgue de las condiciones salariales pactadas. Ahora se posibilita hacerlo, por acuerdo, en el ámbito de la empresa, donde la intervención sindical será mucho más problemática. Esta desvinculación podrá ahora afectar a prácticamente todas las materias relevantes del convenio sectorial (horarios y distribución de la jornada, trabajo a turnos, sistemas de remuneración y sistemas de trabajo y rendimiento). Afortunadamente, el precedente de algunas sentencias del Tribunal Constitucional ha echado por tierra la idea del arbitraje obligatorio, que hubiera debilitado aún más la negociación colectiva.

El tercer bloque de la reforma afecta a las Empresas de Trabajo Temporal y a las Agencias de colocación. Se permite la actuación de ETT en sectores sensibles, tanto para la salud como para los principios que rigen las administraciones públicas, liberalizando por completo su actividad. Y se introduce el ánimo de lucro y, tal y como se ha hecho, la “selección adversa” de los trabajadores en la intermediación laboral: el que tenga menos posibilidades de colocación será rotundamente rechazado por estas empresas.

En suma, la reforma no va a eliminar la precariedad, la temporalidad y la segmentación del mercado de trabajo: las va a aumentar. En efecto, no es nada convincente que las medidas adoptadas sobre la contratación temporal vayan a reducir sensiblemente el porcentaje de temporalidad laboral en nuestro país. La segmentación se pretende “solucionar” haciendo a todos los trabajadores más precarios. En cinco años, el coste del despido de los fijos y de la finalización del contrato de los temporales será el mismo: 12 días. Y las diferencias para extinguir un contrato o para finalizarlo no serán muy grandes. Se llega, así, al “contrato único” por vía de aproximación.

Además, con la reforma se van a crear otras formas de segmentación. Al menos tres. La segmentación entre los viejos contratos indefinidos ordinarios (en torno al 60% del conjunto, y decreciendo por amortización de la figura) y los nuevos contratos indefinidos de fomento (en torno a un 40%; el ministro de trabajo ha hablado de 12 millones y de 8 millones, para diferenciar uno y otro colectivo). La segunda segmentación se producirá entre aquellas empresas que despiden poco y tienen poca temporalidad pero que cotizan para subvencionar el despido y el desempleo y aquellas otras que, cotizando lo mismo, despiden mucho y tienen alta temporalidad y generan, por tanto, más gasto en prestaciones por desempleo, aprovechándose del mayor esfuerzo de las primeras. Y, tercero, la segmentación entre los trabajadores “empleables”, intermediados por las agencias privadas, y los trabajadores “poco empleables”, gestionados por los servicios públicos de empleo.

La reforma tiene algunos aspectos positivos, como las ayudas al empleo de los jóvenes, y la implementación del llamado “modelo alemán”. Aunque en este caso, se tendría que haber adoptado antes y, en todo caso, tendrá menos efectos positivos que en Alemania. Por dos razones: por la propia estructura de nuestro modelo productivo, con un mayor número de empresas pequeñas; y, sobre todo, porque en Alemania es mucho más difícil despedir que en España y la cultura de las empresas es allí mucho más proclive a mantener el saber hacer de los trabajadores en las empresas. La reforma española no va precisamente a reforzar esos factores, sino que irá en sentido totalmente opuesto. Desde este punto de vista habría que preguntarse por la coherencia de una reforma que impulsa al mismo tiempo medidas que favorecen despedir más y medidas para reducir los despidos.

En fin, la reforma (mucho más si a ella sigue el rosario de reformas y ajustes a los que se ha comprometido Zapatero) tiene todos los ingredientes para un enorme desgaste político del Gobierno. Primero porque es muy dura, la más dura, en sí misma, de la democracia, sin contar con el hecho de que se añade a las anteriores. Además, porque es inverosímil, y muy desacreditable, que el Gobierno diga todo lo contrario de lo que ha dicho durante los últimos tres años. No es tampoco impensable que los mercados sigan acorralando a España por la enorme deuda privada que acumula, con lo que quedará al descubierto el nulo valor de la reforma como pararrayos contra el ataque de los especuladores. Así mismo, la recuperación del empleo va a tomar bastante tiempo, entre otras cosas gracias a las medidas de ajuste, lo que evidenciará la nula relación positiva – seguramente puede tener alguna negativa – entre la reforma y la reducción de las tasas de paro. A mayor abundamiento, no es en absoluto creíble esta repentina fe inquebrantable del Gobierno en las virtudes, la conveniencia y la urgencia de esta reforma. Si uno se cree los argumentos con que el Ejecutivo está defendiendo la reforma tiene que llegar, lógicamente, a la conclusión de que si hubiera sido el PP quien la hubiera realizado desde el Gobierno, el PSOE la estaría apoyando sin objeción ninguna desde la oposición. Conclusión que puede resultar demoledora para lo que los franceses llaman “el pueblo de izquierdas”. Finalmente, para sacar adelante la reforma, el Gobierno va a tener que conciliar con una oposición que puede, al mismo tiempo, exigir más, seguir desgastando al Gobierno y dejar que se consolide la nueva regulación con su opinión en contra, aunque con su absentismo o voto a favor. Un panorama, en suma, ruinoso

Publicado en Sistema Digital